Hace unos meses tuvimos ocasión de participar en un procedimiento arbitral instado por una empresa holandesa contra otra, española, ante la Corte de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional. La sede del arbitraje sería Londres. El idioma, el inglés.
El procedimiento acabó relativamente rápido y de forma incruenta, pero nos permitió aprender algunas cuestiones procedimentales, formales y, sobre todo, culturales.
Hablando con nuestro colega, abogado “contrario”, griego educado en Londres defendiendo los intereses de la empresa neerlandesa, nos sorprendía la diferente apreciación que del arbitraje se tenía en distintos países.
En Holanda, por ejemplo, el 1 de enero de este año de 2019 entró en vigor una nueva norma, aprobada por unanimidad por el Senado en diciembre del ejercicio anterior, por la que se creaba una Corte o Sala de Comercio Internacional en los tribunales de Amsterdam, tanto en primera (Court of Amsterdam (Netherlands Commercial Court («NCC»)) como en segunda (Amsterdam Court of Appeal («NCCA»). Esto es, sin intentar precisar gran cosa en cuestiones procesales o legales, que no es objeto de este post ni tengo yo los conocimientos especializados que lo permitirían, los tribunales holandeses, dependientes cabe suponer de su Ministerio de Justicia, tienen una corte específica para arbitrajes internacionales, en inglés, con documentación electrónica únicamente si así se quiere, rápido y más barato que un arbitraje internacional al uso.
De entrada, estupefacción para el lector español: una cámara legislativa aprueba algo por unanimidad. Algo que no tiene que ver con incrementos de retribución de sus señorías. Entre nosotros, impensable.
Para seguir, los parlamentarios (y los jueces) holandeses no sólo aceptan, sino que promueven, que encuadrados en el sistema judicial neerlandés se puedan desarrollar procesos arbitrales. No ya sólo, evidentemente, que el derecho holandés permita y proteja el arbitraje y facilite el auxilio judicial al procedimiento y la ejecución de los laudos, sino un paso más: que el arbitraje se pueda desarrollar por la corte mercantil ordinaria, sin aplicar el derecho sustantivo holandés (sí el procesal, si es necesario), siempre que las partes así lo hayan acordado. Sin papeles. En inglés.
¿Nos imaginamos un escenario similar como posible entre nosotros? Evidentemente, la respuesta no puede ser sino negativa. La Justicia entre nosotros es formal y formalista, lenta sin sensación de culpa ni firme propósito de nunca más retrasarse, con juzgadores elevados en su sitial, con apoteosis de lo localista y una sinfonía de papeles que son paseados en carritos de la compra por los pasillos de los juzgados.
Independientemente de otras muchas consideraciones, una de las principales diferencias entre la visión que del arbitraje se tiene en España y la de los nacionales de otros países (y, en general, entre las formas de ser y vivir, lo que ahora llaman “culturas”, de uno y otro país) tiene que ver con el dinero, por simplificar.
En España, la impartición de justicia, la resolución de disputas es visto como un coste inevitable para el país. Las empresas demandantes tienen que pagar una pequeña tasa en los juzgados (además de los no tan pequeños impuestos) para paliar ligeramente ese coste, pero evidentemente los tribunales son una función pública que, como tal, “tiene que costar dinero”.
El arbitraje comercial, la resolución de disputas entre empresas, es privado, no público. Y, por tanto, sí puede ser un negocio. Lo que explica que la escasa promoción que en España se hace del arbitraje tiene como impulsores a despachos de abogados, Cortes de las Cámaras de Comercio, etc. Esto es, a los directamente interesados en que haya negocio.
En otros países, sin embargo, se advierte por los poderes públicos como algo evidente que el arbitraje internacional supone una gran oportunidad económica.
Todos los hipotéticos (en todo caso escasos) lectores de estas líneas que hayan tenido relación profesional con un arbitraje internacional saben que éstos tienen ventajas (agilidad, confidencialidad, menor formalismo, especialización de los árbitros, idiomas y un largo etcétera) pero que pueden resultar caros. El legislador holandés trata incluso esta cuestión para que su nueva Corte sea atractiva a las empresas internacionales, aprobando unos costes de la Corte relativamente ajustados (€15,000 para la NCC y €20,000 para la NCCA) y quitando miedos a las partes en relación con las costas, que no tienen necesariamente que ser impuestas a quien pierdan y que dependerán de un baremo de la propia Corte y no de los costes reales (que pueden ser muy altos) incurridos por actora y demandada.
¿Por qué hacen esto los legisladores de La Haya? Porque convertir a esta ciudad o a Amsterdam en una corte de arbitraje de prestigio internacional (en detrimento presumiblemente de las más frecuentes Londres o París, más caras) atraería un flujo constante de ingresos para distintos gremios locales. No sólo abogados, sino otros muchos: traductores, intérpretes, hoteles, restaurantes, taxis, salas de reuniones, peritos en distintas ramas de los negocios o de la industria, … hasta tiendas de recuerdos.
¿Por qué no hacen esto los poderes públicos españoles? La pregunta tiene más difícil respuesta. No sé si por una cuestión ideológica, por considerar todavía ahora que el arbitraje pueda ser una abdicación parcial de la soberanía estatal, de la exclusividad en la resolución de disputas que reclama para sí el Estado (olvidando que antes fueron los “hombres buenos”, los arbitrajes de equidad, tribunales como el conspicuo de las Aguas en Valencia). O acaso eso sea mucho suponer y la razón se acerque más al mero desconocimiento o al desinterés.